lunes, 23 de julio de 2007

Cielo de sal

Ekaterina volaba con su pollera verde. Tampoco le podían faltar sus botas azules. Antes de elevarse se trenzaba el pelo. Después lo anudaba a su cabeza, que a la distancia parecía una corona de laureles.
-Ekaterina, Ekaterina –le gritaba- no te olvides los guantes y la bufanda.
Tengo que mencionar su chaleco amarillo y negro. Sin él no la distinguía en el cielo.
Por temor le ataba una soga en la cintura; por el otro extremo la sujetaba a un árbol.
Cuando los turistas pasaban por casa y me veían sostener la soga, miraban hacia el cielo y me preguntaban:
-¿Cómo haces para remontar tan alto?
-Es mi hermana- respondía-, a ella le gusta volar.
Recién ahora comprendo porque palmeaban mi cabeza después de la confesión.
Durante la tarde jugábamos. Ekaterina desde el cielo y yo en la tierra. Ella dejaba caer un guante. Perdía si no lograba evitar que toque el piso. Muchas veces se extraviaron en los árboles.
Un día, al bajar del cielo, estaba mojada. No dio explicaciones y fue a dormir. Por la noche revisé su habitación. Las paredes estaban empapeladas de algas.
Al atardecer del día siguiente la encontré recostada en el patio del frente. Cuando me acerqué vi que entre las costuras de su ropa había escamas.
-No quiero volver- dijo y se quedó dormida. La llevé a su cama.
Al día siguiente la fui a despertar. No estaba. Encontré su ropa, que continuaba mojada. Hace dos años que no sé nada de Ekaterina. Pero todos los días, todas las tardes, siempre cae desde el cielo un guante verde.

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